Mujeres de acero
Emotivo, sensible, conmovedor, profundo y cuantos adjetivos caben para describir lo vivenciado en la presentación del libro Nosotras, una obra colectiva de 112 presas de la última dictadura militar el último viernes en Paraná. Y tanto fue así que la Sala 2 del Centro Cultural La Hendija estaba desbordada, abarrotada. El abrazo de ex detenidos políticos que se reencontraban era una postal. Los ojos llenos de lágrimas de un hombre al oír las historias que rebotaban desde el púlpito era otra imagen. Y cuanta gente que empieza a comprender que la impunidad de los crímenes del ayer es un reflejo de la calamidad que como sociedad padecemos hoy. Durante un par de horas, la memoria y el dolor se entremezclaron con la risa en anécdotas de
un grupo de mujeres que soportaron las peores miserias, privaciones, secretos, añoranzas y deseos en el penal de Devoto entre 1974 y 1983.
Por Sandra Miguez (*)
“Me estremecieron mujeres que la historia anotó entre laureles
y otras desconocidas, gigantes
que no hay libro que las aguante…”.
Silvio Rodríguez
Cómo empezar a contar una historia de cientos de historias. Cómo recoger además la intimidad sentida y el imaginario colectivo de 112 mujeres que pasaron por una experiencia común: ser presas políticas de la última dictadura militar, que estuvieron sometidas a toda clase de torturas y vejámenes en distintas cárceles y centros clandestinos del país, que coincidieron en la cárcel de Villa Devoto.
Eso es lo que intenta Nosotras, presas políticas, un libro editado por Nuestra América, un emprendimiento colectivo, “en una sociedad y en un período de imposición hegemónica del individualismo a ultranza” como dicen las autoras.
“Siempre dijimos ‘tenemos que escribir esto’, pero la que se empeñó en hacerlo realidad fue Mariana Crespo”, dice María Claro (foto), paranaense y participante de esta recopilación de cartas, poemas y dibujos que las presas políticas enviaban a sus seres queridos. María vivió en carne propia las barbaridades de la represión y violación de los derechos humanos, como todas. “Había compañeras con las cuales los militares se ensañaban para quebrarnos emocionalmente”, recuerda María y señala “desprenderse del ego de cada una, darse cuenta que no éramos las únicas que sufríamos, eso nos ayudó a sobrevivir”.
En Nosotras… se amontonan recuerdos, testimonios imborrables que se han convertido en una forma de sublimar la experiencia del dolor. “Es muy importante todo lo que hicimos para sobrevivir, intentábamos recuperar la alegría, porque eso nos permitió volver a empezar, nos permitió criar a nuestros hijos, trabajar; nos dimos distintas estrategias para superar las situaciones límite que nos tocaron pasar”, reconoce María, que recopiló junto a las otras compañeras las notas, los garabatos, los sueños, sin ocultar nada.
“No se esconde el dolor, el llanto, la tortura, la muerte, la presencia permanente de la lobosidad del ser humano; y todo esto se contrarresta con la rebeldía, la poesía, las postales, los dibujos, las cartas, los retratos de sus hijos, el humor y el amor que conviven en la diaria lucha de vivir sobreviviendo en los pantanos de la insensatez”, advierte en sus primeras páginas este trabajo.
Para todas, Mariana Crespo fue una luz, “un cascabel”, como la describe María con un lenguaje simple pero emotivo. De su puño y letra, sus compañeras recogieron una carta escrita donde decía: “No hemos perdido la alegría y vive encendida la confianza de que llegará el día que la felicidad será de todos. Algo me dice que volveré”. Sus compañeras contestan: “Sí Mariana, volviste, y vuelven todas y todos, a través de este libro testimonio que enciende la esperanza por esa felicidad añorada e ilumina para ver lo que nunca más debe volver a ocurrir”.
Mariana no alcanzó a ver este libro hecho realidad, un cáncer le terminó por arrebatar la vida. Pero vuelve en cada uno de los testimonios de sus compañeras, que le dedican la obra.
“Éramos tantas y teníamos tanta euforia que parecía difícil llegar a concretar este sueño, así que nos organizamos en grupos y decidimos recopilar las cartas y trabajar sobre ellas, ahí estaba toda nuestra historia”, comenta María.
“Mas allá de que esas cartas estaban censuradas, se podía trascender, siempre teníamos formas de trascender, en clave, de una a otra, siempre llegaba afuera lo que queríamos decir y saber. Y las cartas fueron el elemento concreto para que ese disparador empezara a concretarse”, rememora esta mujer que durante seis años estuvo presa por una decisión política que, como señala la socióloga Inés Izaguirre en el prólogo, pasó, como las demás, por “la serie infinita de crueldades disciplinadotas: sacarles los bebés y los niños de sus brazos, prohibir las visitas de contacto, prohibir absolutamente todo, hasta la lectura, hasta guardar en los bolsillos pequeños objetos, pedacitos de tela, huesitos, tornillos, todo aquello que sirviera para el trabajo manual, que también estaba prohibido”.
María -como tantas otras- fue separada de su hija cuando ésta apenas tenía 45 días de vida y la volvió a ver cuando la nena ya cumplía los siete años. “No es una historia nueva”, dice María Claro y remarca: “Leo historias de compañeras y no puedo dejar de conmoverme frente a historias que ya las he escuchado un montón de veces, pero son como una nueva revelación y siempre me acuerdo de esa frase de Benedetti que dice ‘vuelvo, quiero creer que estoy volviendo con mi peor y mejor historia, conozco el camino de memoria, pero igual me sorprendo’, y eso lo llevo conmigo; me vuelvo a sorprender y cada vez encuentro algo nuevo”.
Tal vez por las coincidencias, María trae a su memoria a una de sus compañeras, Rosita Rivero, cuya historia no figura en el libro y sin embargo es la historia del encuentro de tantas familias desarmadas. Rosita alcanza a dejar a su beba detrás de un sofá cuando siente que llegan a buscarla. Unos vecinos rescatan a esa criaturita y se mudan. Rosa desde la cárcel pierde contacto con esa criatura y nunca más volvió a saber dónde estaba su hija. En 1981, a través de organismos internacionales, Rosa -que es de nacionalidad boliviana- es sacada del país hacia Suiza y desde allí inicia la búsqueda de su hija a través de la organización de Abuelas. “Un día llega una familia a las Abuelas y dice que ellos tienen una criatura, pero que la quieren tanto que no se quieren desprender de la nena, pero que saben que debe haber alguien que la está buscando”, vuelve a relatar María recordando a una de las primeras restituciones que logró Abuelas de Plaza de Mayo, que finalmente hizo que Rosa se reencontrara con su hija en un aeropuerto en Perú, antes que la dictadura llegara a su fin.
Es imposible no conmoverse con sólo pensar en cada una de las historias particulares donde tantas Marías, tantas Ritas, fueron impedidas de acunar, de cantar, de contar cuentos, de abrazar a sus hijos, durante tanto tiempo, y tampoco de explicarles por qué estaba pasando lo que pasaba.
“Una no puede hablar de estas cosas sin quebrarse emocionalmente, pero una luchó para ver a sus hijos, luchó por la libertad, pero fundamentalmente luchamos por sobrevivir y por no salir locas de ahí”, dice María, que sabe por qué los represores se encargaban de vociferar a los cuatro vientos que de allí iban a salir muertas o locas.
Por eso cuentan anécdotas de cómo hacían para que cada día se recuperara la alegría. “Usábamos los colores de los paquetes de yerba para pintarnos un poco la cara, unos trocitos de grasa para conservar la piel, con hollín pintábamos los párpados porque en esa época se usaba así”, cuenta María como parte de la complicidad de las mujeres que se enfrentaban a todo, inclusive a la dura realidad de enterarse en la cárcel de la desaparición de sus compañeros, sus maridos, sus hijos, sus propios padres.
De esas historias a María le conmueve en particular una y otra vez lo que sucedió con Viviana Beguán. “Ella se entera de la desaparición de sus padres estando en la cárcel y eso se convierte en un objetivo claro, que es buscar los elementos de esa desaparición”. María cuenta cómo Viviana fue recuperando datos a través de unas nenitas -hijas de otra compañera- que habían quedado a cargo de los padres de Beguán. Las nenas fueron dando referencias de los lugares que transitaban con “los abuelos”. Así pudo tomar idea de que el último domicilio de sus padres había sido en Avellaneda, provincia de Buenos Aires. “Las nenas le describen la casa, que quedaba cerca de una avenida, y la más chiquita, de cuatro años, le dice que había aprendido los números y que el abuelo le había enseñado ‘éste es el 1, con 1 empieza el número de nuestra casa’, entonces Viviana empieza a buscar en todas las calles la numeración 100 hasta que encuentra un geranio en la puerta de una casa, que era la flor que le gustaba a sus viejos, y las características de la casa coincidían con lo que le habían dicho las nenas. Logran entrar a la casa, que estaba cerrada, con la ayuda de una vecina que identificó a través de una foto a su padre y ahí encuentra que hasta diarios de 1977 había, cuando ya era 1983. Desde ese entonces la casa había quedado cerrada, las cosas estaban tiradas por el suelo; ropa, diarios, hasta el documento de su madre, todo era un vendaval porque la casa había sido allanada”.
El relato conmueve a María porque en esa casa también vivía su compañero, Armando Imas, que había desaparecido.
(*) Publicada en el semanario Análisis.