viernes, 30 de noviembre de 2007

El juego de ajedrez

“Se puede hacer desaparecer edificios, ciudades, libros, huesos y documentos, pero nunca podrán con la memoria. Ella volverá cada día cuando aparezca el sol. Eso lo sabemos todos, los memoriosos y los olvidadizos”.

Por Eduardo Ayala


Versión libre de una historia real ocurrida en octubre de 1976 aquí en Paraná a 15, 20 cuadras del monumento a San Martín y del San Pedro de la Catedral.

El hambre se hacía presente y la angustia de la situación incrementaba los ruidos de las tripas vacías. Sin embargo, esa mañana El Tano, digno representante de una generación amiga de la imaginación y de lo creativo, terminó el sacrificio de los escasísimos panes de los últimos días en el eficiente bálsamo de modelar. En el mugroso piso del monoambiente de prisionero de “las fuerzas del orden” aparecieron simpáticas figuras de mendrugo ensalivado con el destino de oficiar de peones, alfiles caballos, torres, reinas y reyes. Una vez secos, los improvisados trebejos quedaron como hechos de piedra. Un cacho de ladrillo arrancado de las paredes del estrecho calabozo sirvió para dibujar en el piso un casi perfecto cuadrado con sus 64 casillas, unas rojas de ladrillo y las otras del color sucio del cemento. Terminada la tarea, había que conseguir un candidato para disputar una partida.
Su vecino del calabozo contiguo recibió el llamado: dos golpecitos en la medianera y contestó con los correspondientes del otro lado aceptando el diálogo. Los códigos se inventaban y aprendían rápido en el centro clandestino de detención de Comunicaciones. La conversa era vía aérea hablando parado y orientando la voz hacia el miserable ventanuco enrejado que estaba allá arriba en la pared del fondo.
–Che Flaco, ¿querés jugar una partida de ajedrez?
–¿Queeé? Mejor vamos al Flamingo a chupar unas cervezas. Tano, ¿vos estás loco?
–Pero, ¿querés o no querés?
–Primero, no sé jugar; y segundo -ya compartiendo la loca propuesta- ¿De dónde puta sacamos el juego?
–Ahí debés tener piedritas, pedazos de revoque y algunos palitos en el piso. Se pueden usar. Yo te enseño. Hacé un cuadrado en el piso, lo dividís en 64 casillas, pintá con un pedazo de revoque una por medio. El casillero del rincón de tu derecha debe ser blanco, sin color; después seguí alternando hasta completar. Las piezas las inventás con lo que encontrés. Ahora te digo cuantas son y como juegan.
Esa mañana de octubre de 1976, los ocupantes de los diez calabozos, alrededor de doce secuestrados, debieron aguantar un curso acelerado de ajedrez a los gritos, que superaban el volumen natural por la incipiente sordera que ya acompañaba al Tano. Así, el novato fue aprendiendo a dar los primeros pasos del atrapante juego ciencia.
–Los peones -discurseaba El Tano-, como todo perteneciente a la clase más baja, están para ir al frente sin salirse de vereda, comen salteado y normalmente se sacrifican, aunque alguno de ellos cada muerte de obispo puede llegar y ser de la realeza.
–Me parece historia conocida, comentó el otro entusiasmado.
Con la particular didáctica del Tano, el vecino fue aprendiendo veloces incursiones de alfiles, hizo dificultosos cálculos para saber adónde mierda podrían saltar los caballos, conoció de las limitaciones del rey para rajar de una situación dificultosa y cómo a la dama se le permitía hacer casi todo. Sí, así como en la vida real.
Lo que motivó puteadas y algunas cargadas de los demás que obligadamente compartían la clase ajedrecística fue la larga y difícil explicación de los enroques, más haciéndolo a los gritos con uno medio sordo y pared de por medio. Una vez que El Tano entendió que ya tenía un sparring para sacudir cuantas veces quisiera, lo convidó para empezar la primera en serio.
Así pasó todo el día. Las partidas fueron varias. El maestro no tenía piedad y el otro era insistidor.

*****

El atardecer era el momento del día más difícil para los detenidos en el Escuadrón de Comunicaciones. Más allá de las influenzas melancólicas, los recuerdos y algunas extrañezas, también empezaban los problemas. Con las primeras oscuridades, las bestias dueñas de casa empezaban a moverse.
Pasaban sacando los candados, dejando sólo los cerrojos, pasadores. Era suficiente. Imposible abrir desde adentro del calabozo. Luego engrasaban los cerrojos para que abrieran rápido y sin ruidos. Había que sorprender a estos hijos de putas subversivos abriendo de golpe y a las trompadas. Todo se realizaba escrupulosamente, como siguiendo las indicaciones de un manual, lo que no se sabe si escrito en inglés por “yanquis defensores de nuestra nacionalidad” o con letras francesas de los que tuvieron que rajar de Argelia.
Para los que estaban adentro empezaba la vigilia, mezcla de miedos incontenibles y preparación mental para aguantar lo que viniera. Todos los oídos eran uno sólo y la vista se aguzaba a través del milimétrico agujerito hecho en la puerta. Verlos venir era parte de la cosa, daba tiempo de respirar hondo, contar hasta diez y que sea lo que Dios y Tortolo quieran. La patota estaba ahí, cerca de los calabozos, esperando el momento de actuar. No los veían pero los olfateaban. El Renault 12 entraba marcha atrás a todo lo que daba, se detenía frente a los calabozos enrojeciendo la oscuridad con las luces de stop y ocupando casi la mitad del frente de todas las puertas, así que siempre todos sentían que les tocaba el turno. Los que en la oportunidad zafaban, sufrían escuchando los guachazos y gritos de los “cuatro o cinco valientes” y los quejidos del “cobarde o de la cobarde delincuente terrorista”. Capucha, manos esposadas a la espalda, zambullón al baúl, portazos y rauda salida quemando gomas.
Después, el silencio. Los oídos seguían atentos, alguno se animaba primero y preguntaba a quién se habían llevado. De alguna forma se tomaba lista.
Para distender un poco la cosa, alguien canturreaba una suave canción y así pasaba el tiempo hasta que el sueño les ganaba los ojos y se iban en ensoñaciones quien sabe dónde, a visitar quien sabe a quién.

*****

El score ajedrecístico de ese día había dejado al Tano ganando por goleada, en un vapuleo sólo interrumpido porque ya se veía poco y pronto llegaría el plato con el mazacote que nadie podía adivinar que era y comían prácticamente con las manos y en la oscuridad.
Pero hay que reconocer que el novato aprendía rápido de sus errores y que en esta última suspendida había llegado a una posición que lo entusiasmaba. Supo renunciar a un par de comilonas, un peón y un alfil, y ya pensaba al menos dos jugadas para adelante. Por eso aceptó de mala gana la interrupción del juego.
Esa noche primaveral tuvo novedades. Trajeron a uno, nuevamente el auto, los golpes y portazos pero los prisioneros más tranquilos porque ya habían puesto los candados. No sacaban, era un ingreso.
–¿Quién vino?
Cuchicheos inaudibles.
–Lo metieron conmigo -dijo El Tano.
–¿Cómo se llama?
–Godoy -dijo el nuevo cortito y con voz ronca.
Se pensaba, cada uno evaluaba si era conveniente preguntar algún dato más o esperar.
–¿Cómo está?
Todos sabían que venía de la tortura.
–Bien -mintió el recién llegado.
Al compañero hacía varios días que le daban con todo. Había adquirido ese olor fuerte y agrio en el cuerpo producto del terror y del dolor, estaba barbudo y su aspecto era lamentable. No se preguntó más. Se dieron nuevamente las buenas noches y a esperar el nuevo día.
Cuando amaneció, y con los saludos de “buen día, compañeros”, la vida seguía así, encerrados en Avenida Ejército al final. Los ánimos se iban semejando a los movimientos de afuera: algún canto de pájaro, soldados que pasaban mirando con una especie de asombro y curiosidad los calabozos donde estaban “los terribles y las terribles”. No había pasado mucho sol por el patio del frente que cuando el aprendiz entusiasta estaba azotando sus nudillos en el muro llamando al Tano.
–Sí -contestó el maestro mal dormido por la llegada del nuevo pensionista.
–Compañero, vamos a seguir la partida de ayer.
–No, ahora no tengo ganas -dijo El Tano.
–Dale, sigámosla, te toca mover a vos.
Nuevamente negativa sin mayores explicaciones y la presión que iba subiendo en el temperamento del novato.
–Eh, sos un jodido. No seguís porque ya te tengo contra las cuerdas -agregó agrandado.
–No, no es eso.
–Que no, te cagaste, eso es lo que pasa.
Aguante. Paciencia itálica. Silencio.
Hasta que ya caliente, el otro gritó: “Dale Tano, no seas hijo de puta”.
–No, no puedo seguir.
–¿Por qué no podés? -preguntó fuera de sí.
Con la cara y la mirada de Godoy a menos de un metro, El Tano se animó: “No puedo seguir porque el que llegó anoche vino cagado de hambre y me comió tres peones, un alfil y la dama”.
Las carcajadas de los secuestrados llenaron de alegría la mañana en los calabozos del centro clandestino de detención.

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